Me faltan dedos para contar todas las veces que alguien me ha comentado…”tiene que ser duro escuchar los problemas de otros”, “¿cómo eres capaz de trabajar escuchando siempre cosas malas?”, y preguntas similares.
No sé si existe una respuesta sencilla al motivo por el cual decidí estudiar psicología y, más concretamente, dedicarme a la psicoterapia. Cuando decidí estudiar y aprender sobre esto, no sabía qué sentiría cuando ejerciese, cuando tuviese delante de mí a alguien pidiendo mi ayuda de algún modo.
Pero ahora sí lo sé.
Hay días en que tu cabeza te lleva a preguntarte el por qué de dedicarte a un trabajo así. Es inevitable para mí pensar en la responsabilidad de mi oficio. La confianza que pone alguien en mí para mostrarse y expresarse de formas en las que no se ha expresado con otras personas o en otros lugares. Eso a veces asusta. Siento un alto nivel de responsabilidad y compromiso.
Sin embargo, cuando salgo de una sesión con alguna persona, la sensación es indescriptible. No sólo escucho problemas. Veo a una persona delante de mí, abriéndose, explicándose, pidiendo ayuda, buscando soluciones… y veo a esa persona como alguien capaz; alguien que sé que puede, que tiene recursos para arreglar aquello que le perturba.
Es muy satisfactorio para mí cuando las personas comienzan a sentirse mejor y a ver esas mejorías que tanto anhelaban. La alegría que ellos sienten por sus logros, es totalmente compartida.
Los psicólogos no tenemos respuesta para todo. No somos perfectos. También sufrimos y, en muchas ocasiones, podemos necesitar a ese alguien que nos ayude a nosotros. No somos más que personas que hemos aprendido y adquirido herramientas que ayudan a sobrellevar y/o solucionar situaciones complicadas.
El mío es un trabajo exigente en muchos sentidos. Pero absolutamente gratificante.
El día que pierda esta motivación, este “miedo”, esta curiosidad y estas ganas de aprender y ayudar, ese día (deseo que no exista) no podré dedicarme a esto.