Estoy en una cafetería, leyendo una revista de psicología. Doy sorbos a mi café caliente. Estoy concentrada. Pero no puedo evitar fijarme en la pareja que se sienta justo en la mesa de al lado.
Parecen madre e hijo. Ella cincuenta y tantos, él veinteañero (quizá ni eso), seguramente universitario. Ella le pregunta con una sonrisa y cierto entusiasmo si quiere algo de bollería. Él, responde una negativa. Serio, casi sin mirarle a la cara.
Mientras esperan sus consumiciones, cada uno es absorbido por la pantalla de su teléfono móvil.
Pienso…qué pena, cómo nos entretenemos con los teléfonos en vez de disfrutar de la persona que tenemos al lado. Pienso en que esa relación es más típica de un adolescente. Pienso en escribir algo sobre ello en mi blog. Pienso en qué sentirá esa madre, que se esfuerza por ser amable con su hijo, pero no logra esa respuesta en él. Pienso qué le habrá llevado a esa indiferencia. Pienso…
Pero el muro de los prejuicios me da de lleno en la cara. Aunque me alegro de este golpe.
Madre e hijo comienzan a hablar, ambos bromean, parecen hacer planes familiares para acudir a una boda… Disimulo, no pretendo escuchar su conversación y mis pensamientos sobre lo que acaba de ocurrir me distraen. Pero mi percepción sobre ellos, sobre su relación, ha experimentado un giro de ciento ochenta grados.
Una experiencia interesante.
Los prejuicios…revolviendo en nuestros pensamientos.